Texto de presentación de El Afluente de Eduardo Piras
Roland
Barthes escribió un extenso ensayo –en rigor transcripción de seminarios-
llamado La preparación de la novela,
que comienza con la atrabiliaria idea de pensar la novela a escribir a partir
de un haiku. De la extrema brevedad de las diecisiete sílabas –aunque él
redefina el haiku y lo considere según el gusto occidental- a la máxima
extensión de, por ejemplo, la obra de Proust. Más allá de que el juego resulta
increíblemente exitoso y amena la lectura del bodoque, nos interesan tres
paginitas del final, una especie de conclusión sucinta donde describe en tres
características fundamentales cómo ha de ser ese libro a escribir. Vale aplicar
esta receta, post scriptum, a El Afluente, para demostrar que realiza
esa perfección, ese ideal que piensa Barthes para cuando escriba una novela,
cosa que nunca hizo, pero también para la novela que querría leer. Propone un
lector activo pero también un escritor consciente de lo que hace.
En primer lugar el texto debe ser simple. No se trata de la simplicidad
del Universal Reportaje, aclaramos, la platitud, la unidimensionalidad, la
puerilidad de lenguaje que a menudo define algunos textos bien vendidos, sino
la del Texto Superior, la que corona un proceso muy complejo y se transforma en
un punto de arribo, de conquista, de logro. En tal sentido son simples Pedro Páramo o El Quijote. Esto hace legible al texto y esa legibilidad –según B.-
es tan concreta y verificable que cumple tres requisitos a su vez: una armazón
interna decidida y definida, dibujo, esquema, plot, con fuerza protensiva y necesaria. El relato, que subyace. En
segundo lugar, un sistema de anáforas no deceptivo o decepcionante. Es decir,
que aquello que aparece, las entidades presentes en el texto, no remitan a
fantasmagorías confusas sino que todos los misterios o enigmas que el lector va
encontrando, tengan una previa referencia rastreable. Por último recomienda
reducir o excluir todo guiño, referencia, comilla borrada. Aquí se echa encima
toda la posmodernidad enviciada de intertextos que sobrevino después de la
escritura de este ensayo y que todavía cuela como procedimiento facilitador de
la imaginación. Pero se agradece. Como también se agradece que el tema no sea
tampoco la escritura, el escritor, la obra.
El
Afluente es legible, entramos a un mundo reglado y
ordenado, desconcertante, pero nunca farragoso. En la transparencia está su
misterio. Atrae el tren, valga el juego de consonantes, conocido por todos,
pero aquí transformado en un arca que contiene plantaciones, centros de salud,
prisiones. Con reticencia permite significantes levemente desviados: indicios, comunicantes y el rotundo corzilitos, con ecos semánticos lejanos.
En segundo lugar, Barthes requiere para su
novela ideal la filiación, debe ser
filial. Cita a Nietzsche: nada bello hay sin linaje, y se planta frente a la
deconstrucción derrideana. Usa el término deslizamiento,
no deconstruir, no arrasar, no hay madurez occidental para eso, propone
deslizar, correrse de lo hecho a lo no hecho dejando una estela que conecta,
que delata. Y corrige.
El
Afluente es claramente pariente de Kafka – La Metamorfosis, El proceso, La Colonia Penitenciaria- y
así es, seguramente por la brutalidad con que aparecemos a bordo, por la sutil
perversidad del orden constituido, pero falta la gravedad sin grietas –y aquí
el deslizamiento- o aparece una atenuación del drama que avanza en la
genealogía hasta Levrero, cuyos extraviados regresan, fuman, y circulan en
mundos enrarecidos hasta por ahí nomás, banalidad
de banalidades. De todas formas, y haciendo valer estas distancias, se dice que
Kafka anuncia el nazismo, la opresión stalinista, la prisión sádica del sXX.
¿Qué anuncia El Afluente, aquí y ahora?
Armando estas genealogías seguimos con el
perfil de Julio, el protagonista. Se nos aparece ligado a Montag. Ambos
arrancan con el presagio, la sed, la inminencia de un cambio. Un viento
remarcable en M. unos días de sosiego laboral y un silbido, natural en un tren
pero audible, subrayando la conducta de Julio. Pero, y aquí la divergencia,
Montag avanza hacia el héroe, desde el anti,
y la memoria esforzada, la distracción y dispersión mentales son los enemigos
que vence. Julio se confunde, embrolla, se encapricha, manipula a los esbirros
suaves que lo detienen. ¿Llega al héroe?
Tampoco podría afirmarse que esto es
literatura fantástica, casi no hay narremas supranaturales, hay lógica en la
desintegración –una de las claves, parece- de la encomienda, la ropa, el piso
del camarote. Ni ciencia ficción, más bien hay una ficción retro, un mix muy
cinematográfico, que saca del tiempo presente con una sugerente combinación de
épocas. ¿Qué mas vintage que el tren?
En el orden de lo filial Piras recupera un
procedimiento siempre eficaz en la narración de personajes que interpela al
lector alerta. El recurso al doppelganger, a la duplicación de este y aquel, a
la sutileza y a la ambigüedad, a la opacidad de dónde encontrar la clave. Lo
dice alguien que está sumergida en el Quinteto
de Avignon, maraña apasionante de dobles. Pero también acá El Afluente desquicia lo sabido, los
colores de la ropa, la multitud replicada desliza hacia otros significados.
Finalmente B. pretende que la obra a leer sea deseable. Ubica al deseo como el ser
mismo de la dicha, más que el placer y el goce. Y el deseo depositado en el
libro es deseo de lenguaje, el francés, para él, el castellano para nosotros. Y
es la literatura la que instala la nobleza del deseo que es la categoría de la
Estética. El artista, entonces es el portador de una fuerza irreductible, un
tipo absoluto.
El
Afluente ofrece, más que premoniciones, registro
lúcido de un estado de cosas: Un ciudadano transgresor sin quererlo, un
empleado ocioso que se desquicia levemente y desbarranca memoria, atención,
capacidad de decisión, un arrestado que cierra la puerta por dentro y se niega
a salir, un carcelero que hace mandados, un amor que es simulacro, un oprimido
que duda entre pertenecer al bando de los jefes o al de los empleados
–sensaciones sumamente familiares nos asaltan-
y sobre todo una afirmación lapidaria: la libertad es una alucinación del sometimiento.
¡Hachazo al mar helado que llevamos dentro!
G. Arcaute
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